Libertad
He tardado bastante tiempo en darme cuenta de que algunas de mis limitaciones se deben a que en mi etapa escolar recibí cientos de horas de clase de religión, algunas también de formación del espíritu nacional, y sin embargo, no tuve ni una sola hora de clase de filosofía ni del resto de materias destinadas a aprender a pensar, a formar ciudadanos críticos, a conocer los valores democráticos o a reflexionar sobre los derechos universales del ser humano. Es el inconveniente de haber tenido una formación dirigida al conocimiento tecnológico y al servicio del empleo y las necesidades de las empresas, en un tiempo en el que el franquismo imponía su adoctrinamiento nacional católico. Las lecturas y la vida han ido atenuando alguno de esos déficits, pero muchas veces echo de menos esa formación, especialmente en conversaciones con amistades y compañeros sobre la sociedad en la que vivimos.

Hace unos días, en una de esas conversaciones, comentábamos que la palabra libertad se ha convertido en la cultura del individualismo que cada día nos hace más egoístas y peores personas. Muy lejos de lo que significó en el pasado, cuando fue uno de los pilares de la lucha antifranquista para una sociedad en la que la gente corriente ansiaba poder expresarse libremente, decidir democráticamente por si misma o amar a quien a cada quien le diera la gana sin las limitaciones impuestas por la jerarquía católica. Y digo la gente corriente porque la libertad nunca les faltó a quienes ahora la exigen a gritos, aunque siguen teniendo mucha más libertad que quienes creímos haberla conquistado.
Me educaron en la idea de que “mi libertad termina donde empieza la del otro”, una expresión que bajo la apariencia de auspiciar el respeto mutuo, en realidad perjudica a quienes tienen que luchar por mejorar o alcanzar nuevas libertades, puesto que la libertad del poderoso es siempre mucho mayor que la de los menos favorecidos; su libertad es como un gran balón de playa, mientras que las nuestras son pequeñas canicas, peleando por ocupar un espacio común en el que además ellos tienen la ventaja de haber llegado antes. Esto viene a propósito del bochornoso espectáculo ofrecido por la derecha en el Congreso de los Diputados durante el debate de la nueva ley de educación, exigiendo a gritos libertad; un grito muy distinto del de libertad sin ira que cantaba Jarcha en los años 70 (discúlpenme la edad).
No debemos dejarnos engañar por sus gritos; quienes vociferan sólo pretenden que su gran balón siga estando bien hinchado, a costa de que nuestras humildes canicas no tengan ninguna opción de crecer. En realidad, la libertad que exigen es la de poder no pagar impuestos, la de mantener una educación clasista y segregadora pagada con recursos que deberían ir a la pública, y es la de penalizar académicamente a quienes no estudian religión porque con su ley la nota de catequesis tenía el mismo valor que la de matemáticas. Discrepo de ellos rotundamente porque quiero que en mi país la educación sea pública, que la religión esté fuera de los centros educativos y que la escuela sirva para que nuestras niñas y nuestros niños sean en el futuro personas mejores y más libres; y porque, a diferencia de lo que ocurrió conmigo, las aulas sean para todos ellos un lugar donde aprendan a pensar.